Treinta y ocho
Yo entonces tenía treinta y siete años y me encontraba a bordo de un Boeing 747. Me había salido un trabajo temporal en otra ciudad, en otro país y lo había aceptado inmediatamente. Tan rápido que muy probablemente había perdido dinero al no negociar. Pero me daba igual, necesitaba esas tres semanas fuera de casa, lejos y solo. Necesitaba pensar, aclararme y, con suerte, volvería con respuestas y soluciones para mi matrimonio. Las cosas se habían salido de madre últimamente, con discusiones muy fuertes y un ambiente de enfrentamiento continúo que nos habían vuelto locos a los dos.
Así que cuando me propusieron ir a Graz a grabar la actualización del curso de ofimática que grabé una década atrás lo acepté, hice una maleta pequeña y una mochila con el portátil y todos sus trastos y salí camino del aeropuerto. No esperé a que me reservasen el billete de avión como hacen siempre, les dije que lo compraría yo y lo hice directamente en el stand de la aerolinea.
Después, con el control de seguridad pasado y la certeza de que ya no había vuelta atrás le mandé un mensaje a Alex contándole que me había salido ese curro y que me iba un mes a Austria. Adorné mi traición diciendo que tenían prisa y que no podían esperar que por eso me iba hoy mismo. No le dije que la primera semana la iba a pasar en un hotel, preparando el curso y las otras tres grabándolo porque sé cómo se vería, como una huida y no tenía fuerzas suficientes para encarar otra discusión. No recibí ningún mensaje de respuesta de Alex aunque tampoco lo esperaba. Yo habría hecho lo mismo. Sólo me dejó un emoji, el del pulgar hacia arriba y no añadió nada más, no hacía falta.
El vuelo está cubierto de niebla, borroso, en mi memoria. Intenté dormir para no sentir, para no pensar en lo que estaba haciendo y conseguí una duermevela con pesadillas que me dejó mal cuerpo. Para cuando llegué al hotel ya era medianoche, no quería volver a dormirme y me mantuve en pie hasta el amanecer.
Mi plan de estar la primera semana trabajando en el curso empezó mal, las cosas como son. El primer día lo pasé durmiendo y me desperté al atardecer, justo cuando debería estar terminando la jornada. Y me puse a trabajar para no pensar en lo que había dejado en casa. El resto de días continué con el horario cambiado, comiendo a deshoras y preparando un curso de ofimática que no significaba nada, que sólo era una salida temporal. Fue una semana de trabajo desquiciado en la que le dejé varios mensajes a Alex, contándole cómo iba con el curso, dándole a entender que lo preparaba a la vez que lo grababa. Cada mensaje me estropeaba un poco más el caracter, me hundìa más y más en un humor oscuro, denso y deprimente. Y cada emoji que recibía como respuesta me enfadaba más porque parecía no entender nada.
El cambio de la primera semana a la segunda trajo algo de orden y dejé de vivir a deshoras. Los rígidos horarios que tenía la sala de grabación contribuyeron a que volviese a comportarme como una persona plénamente funcional. Entraba a primera hora de la mañana, paraba una hora para comer y salía cuando ya era noche cerrada. Al terminar las jornadas le enviaba unos cuantos mensajes a Alex donde le contaba cómo me había ido el día y alguna anécdota tonta de las grabaciones. Cuando ya llevaba tres semanas en Graz le comentaba lo duro que se me estaba haciendo todo aquello y las ganas que tenía de volver a casa. Fue entonces cuando dejó de responderme, cuando ni siquiera me enviaba un emoji insulso en uno de la docena larga de mensajes que yo escribía.
Después de aquella primera ausencia de respuesta el resto de los días que pasé grabando están difusos. Dormía mal pero, a fuerza de cafeína cumplía con los horarios y, sorprendentemente, terminé las grabaciones un día antes de la fecha. No sé ni cómo pero tampoco me importaba. Quería volver a casa y explicarle todo a Alex, implorarle perdón y acurrucarnos juntos en la cama.
Al salir de la grabación le mande unos cuantos mensajes contándole todo, diciendole que recogía la maleta del hotel y me iba al aeropuerto a montarme en el primer avión de vuelta, que estaba feliz y que tenía mucho que contarle. Escasamente un minuto después de enviar el último mensaje recibí su respuesta, “NO VENGAS AL PISO. YA NO TE QUIERO. SE ACABÓ”.
Ese fue el día que cumplí treinta y ocho años y me encontraba, de nuevo, a bordo de un Boeing 747.