Planes de fin de semana en pareja
Aquella mañana Marina, mi prometida, había llegado a casa de mal humor. Yo llevaba un rato sin contestarle en Telegram y eso siempre la ponía de mal humor. No teníamos ningún plan especial para la noche del viernes. Hacía bastante tiempo que nuestra relación había entrado en ese apacible valle al que te mudas una vez que la relación ha superado cierto número de años, en nuestro caso una década. A veces teníamos la fuerza suficiente como para pretender que todavía nos quedaban cosas por descubrir el uno del otro y nos embarcábamos en el enésimo plan viral de nuestra ciudad que habíamos visto en Instagram. Para ser justos la mayoría de veces terminaban siendo planes bastante agradables aunque tremendamente inflados de precio.
Ya habíamos estado en varios escape rooms, catas de queso, de vino, de queso y vino, habíamos pintado con pintura fosforescente e incluso hemos hecho objetos de cerámica que Marina de forma optimista bautizó como “tazas”. Tuvimos que volver al taller de cerámica varios días después de la actividad expresamente para recoger nuestra creación. Aparcamos en uno de los escasos parkings del centro de la ciudad, constatamos que la aventura nos costaría unos 3 euros la hora y recogimos nuestras tazas cuidadosamente envueltas en papel protector.La de Marina perdía líquido por algún sitio que nunca llegamos a identificar y el asa de la mía era cómicamente incómodo. Mantuvimos las tazas en la balda con las demás de forma estoica durante unos tres meses. Finalmente, durante una limpieza a fondo, las tazas desaparecieron y nunca hablamos de ello. Podría decirse que la mano ejecutora fue la mía pero claramente se podría considerar a Marina cómplice por omisión.
Sea como fuere aquella tarde nos encontrábamos en uno de esos impases entre actividades virales que de repente nos sobrevenían y no teníamos fuerza de forzar actividad en pareja así que el plan de todo el fin de semana consistía en vegetar en el sofá. Aún así a Marina le sorprendió no encontrarme en casa. Ya eran las siete de la tarde y yo solía salir de la oficina donde trabajaba como contable a las cinco y media como muy tarde.
El piso estaba en silencio y solamente estaba encendida la lámpara que teníamos programada en el salón. Nuestra gata Muriel, dormía plácidamente encima de la mesa del comedor y apenas abrió los ojos para constatar que Marina había llegado a casa para perturbar su tranquilidad. Putos gatos.
Mi prometida avanzó hacia el dormitorio y cuando iba a entrar en el baño para lavarse las manos y ponerse ropa cómoda se dio cuenta de que encima de la cama, ligeramente aplastado por lo que casi con toda la seguridad fue el cuerpo de Muriel en algún momento del día, había un sobre. Evidentemente es fue el momento en el que todas las películas románticas que Marina había visto en su vida pasaron por su mente. Cuando alguien dejaba un sobre todo el mundo sabía lo que acababa de ocurrir. Para darle mayor dramatismo a ese momento, Marina abrió el armario empotrado del dormitorio para enfrentarse con la mirada a las perchas vacías de mi lado. Seguía quedando ropa mía, sobre todo camisetas desgastadas que suelo llevar en casa y algún que otro polo más formal que siempre me vuelvo a comprar pero nunca me pongo, pero había un hueco muy evidente en la fila de las perchas que indicaba que gran parte de mi ropa había dejado aquel piso.
Por primera vez desde que nos habíamos mudado a aquel piso, hace ya ocho años, Marina dejó la puerta del armario abierto y se alejó de él, caminando despacio marcha atrás sin perderlo de vista. Muriel aprovechó la oportunidad que la política del armario cerrado (de la que ella era la causante directa) le había vetado durante ocho años y se metió dentro con un sonoro “mrrrm”.
Marina consiguió reaccionar por fin y ahora dirigió su mirada al sobre aplastado que estaba tirado en la cama. Su único pensamiento fue que no se sentía capaz de abrir aquel sobre en ese momento. Estaba convencida de que si lo hacía todo se volvería negro, como si abrirlo supusiera activar una bomba nuclear. Reunió las fuerzas suficientes para salir de la habitación dejando a Muriel plácidamente retozando entre la ropa del armario, llenándolo todo de su pelo tricolor.
Caminó por el salón con una niebla espesa impregnando su mente, borrándolo todo a su paso. Se sentó en el sofá. Después se dejó caer hacia un lado y se quedó dormida adoptando una posición fetal. Fundido a negro.
Marina se despertó de golpe con el sonido de su teléfono. Tardó varios segundos en acordarse de quién era, donde se encontraba y por qué estaba en el sofá. Mientras el teléfono, histérico por tener que sonar a pesar del modo “No molestar” rezumaba en su cabeza. Miró el reloj, eran las 8 de la mañana y tenía activado el modo No molestar hasta las 10 de la mañana los findes de semana. Solamente los contactos favoritos podían hacer sonar su móvil y en aquella ocasión le estaba llamando su madre. Con un esfuerzo ímprobo Marina se incorporó y pulsó el botón de descolgar.
–S..sssi? -dijo con la voz ronca. –Hija. –dijo su madre. –¿Estás despierta? ¿Has visto las noticias? –No y no, mamá. Anoche me quedé frita en el sofá. –¿Estás sola en casa?¿ No está Gonzalo contigo? –Está en un viaje de trabajo –la mentira saltó de sus labios con sorprendente velocidad. –Ah, entiendo. –su madre suspiró. –Pues yo llevo un disgusto, hija. Están diciendo en las noticias que se ha venido abajo un avión que salía de Madrid e iba a Canadá. No se sabe lo que ha pasado… –volvió a suspirar y dejó pasar un par de segundos –Todos muertos, claro. –Vaya. Marina no sabía muy bien qué decirle a su madre mientras intentaba abrir los ojos del todo y empezar a percibir el espacio que tenía a su alrededor. –Oye mamá, luego hablamos ¿vale? que creo que Muriel la está liando en el armario. Te dejo. Besito.
No esperó siquiera la reacción de su madre, tiró el teléfono al otro lado del sofá y se levantódispuesta a lavarse la cara y tomar el control de su situación.
La tarde anterior, yo había hecho una maleta sin ningún criterio especial. Había metido un poco de todo lo que tenía : ropa de verano, ropa de invierno…Todo lo que pude meter. Luego dejé el sobre que tenía escrito desde hacía tres meses en la almohada de nuestra cama. Una vez en el aeropuerto, escogí el vuelo que más lejos podía llevarme y compré el billete. Usando mi cuenta personal y no la compartida con Marina, claro. Cuando embarcamos una rápida sucesión de recuerdos cruzó mi mente: Marina, los diez años de relación, el día que firmamos la hipoteca, la boda que estaba programada para el año que viene. Cerré los ojos con fuerza y me recliné en mi asiento después de haber comprobado que tenía el cinturón abrochado.
Yo entonces tenía treinta y siete años y me encontraba a bordo de un Boeing 747.